Retos del abordaje de las enfermedades mentales en personas con discapacidad intelectual

A pesar de que existe una importante prevalencia de personas con discapacidad intelectual que, además, presentan algún trastorno mental o trastorno de conducta, la atención está aún por resolverse de forma correcta. Hasta el momento, se ha abordado esta realidad desde el plano social y no tanto sanitario. No obstante, las consecuencias de la carencia de diagnóstico o de un diagnóstico inapropiado son nefastas para la salud y calidad de vida de estas personas y también de sus familiares. Conseguir mayor concienciación de las instituciones públicas; una formación adecuada de los profesionales y mayor número de recursos humanos y económicos que ofrezcan cobertura a todos los afectados son algunas de las medidas que se deben tomar para evitar una discriminación asistencial más que evidente.

Para hacernos una idea del impacto de la enfermedad mental en el colectivo de personas con discapacidad intelectual, es preciso señalar que, en líneas generales, los estudios internacionales, indican que entre el 30 y el 60 % de las personas con discapacidad intelectual o del desarrollo, son susceptibles de presentan algún tipo de enfermedad mental.

Si nos referimos a nuestro ámbito geográfico nacional, la prevalencia de la enfermedad mental en nuestro colectivo es aproximadamente del 40 % (Novell, Nadal, Smilges, Pascual y Pujol, 2008).

Estas cifras nos dan una idea de la magnitud de esta cuestión, sobre todo teniendo en cuenta que la presencia de enfermedad mental en personas con discapacidad intelectual o del desarrollo se ha menospreciado durante muchos años, tanto por profesionales y gestores sanitarios, pues se entendía como una cuestión secundaria y menos debilitante que la propia discapacidad intelectual y se venía a considerar una consecuencia inevitable de la misma.

Por tanto, lo que hoy denominamos diagnóstico dual (discapacidad intelectual y enfermedad mental) no existía hasta hace unos años, no era reconocido sino infradiagnosticado y, por lo tanto, no se trataba. 

Steven Reiss (1982) se refiere a este fenómeno como al “diagnóstico eclipsado” para explicar que al vincular alteraciones de la conducta a la propia condición de la discapacidad intelectual puede enmascarar un proceso psiquiátrico subyacente.

De esta manera, el diagnóstico de la enfermedad mental se eclipsa desde dos puntos distintos: desde el clínico, en el que se no reconoce la enfermedad mental y tan sólo se valora la discapacidad intelectual; y desde el de la gestión clínica, donde estas personas son desplazadas del ámbito de actuación de la salud mental.

Afortunadamente, en la actualidad, el reconocimiento del derecho de las personas con discapacidad intelectual o del desarrollo a recibir atenciones médicas adecuadas, y de acuerdo con los principios de normalización según los que las personas con discapacidad han de vivir en comunidad y utilizar sus recursos, obliga a que se mejoren las habilidades para detectar y diagnosticar trastornos mentales.

Hay que tener en cuenta que la presencia de una enfermedad mental incide de manera negativa en la capacidad de la persona para funcionar de forma independiente en la comunidad. 

Es decir que para una persona con discapacidad intelectual o del desarrollo, con dificultades de adaptación al medio, una enfermedad mental adicional hace que precise de una atención más intensa, con mayores necesidades de apoyo, y puede hacer que su calidad de vida se vea mermada si no es diagnosticada y tratada de manera eficaz. La clave, por tanto, es un temprano y eficaz diagnóstico…

Por Plena Inclusión Madrid

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